Aquella mañana fue de locura.
Preparábamos los cuchillos cuando una llamada inoportuna nos confirmó que el muerto estaba vivo.
Más tarde, tras realizar un cambio de sexo de un francés, una compañera me confesó que nadie se enteraba más que ella, porque siempre veía cosas que no debería ver.
Decidimos no menear mucho al muerto y marchar a sangrar a unos holandeses, aprovechando que había dejado de llover y salía el sol.